miércoles, 29 de agosto de 2012

INQUISICIÓN Y POSTMODERNIDAD

Aida Toledo
Educación
Instituto de Estudios Humanísticos
Universidad Rafael Landívar


No hace tanto tiempo, trabajando como profesora de español y literatura en un instituto público, trataba de hacer milagros, para despertar en los estudiantes de la década del 90, los deseos y el gusto por la lectura de la obra literaria. 

Yo estaba segura en aquel entonces, y estoy segura ahora también, que con la literatura de creación, sobre todo cuando escoges buenos escritores y escritoras, que cuidan su lenguaje y hacen de esto un arte, es posible mejorar los discursos, tanto escritos como orales de los adolescentes. El problema era el tipo de lectura que debías escoger para que ellos se interesaran. 

Vivíamos en aquel entonces, los últimos años antes de la firma de la paz, que sucedió en 1996. El instituto en cuestión era uno de jornada vespertina, la población era toda de varones, y los profesores de ese momento, nos encontrábamos con muchos obstáculos para incidir en la vida de los estudiantes en la adquisición de conocimientos. Ya que era evidente que en nuestro instituto se aglutinaban estudiantes de diferentes lugares de la ciudad de Guatemala, pero también con distintas historias de vida. 

Sabíamos que entre ellos teníamos estudiantes que se dedicaban durante la mañana a trabajar, y las tareas que hacían eran de distinta índole, desde trabajos muy informales, hasta otros, que no les permitían estudiar ni poner atención durante las horas de presencia física en el instituto. 

Enseñar el lenguaje a grupos estudiantiles que han perdido el interés por la escritura, porque mucho lo resuelven a nivel oral, se convertía en una lucha diaria. Cuando escribían composiciones, todo el discurso era tan incoherente, que necesitábamos de intérprete para descodificar aquella escritura casi cifrada, fragmentada y entrecortada que los alumnos estilaban. 

A los alumnos no les interesaban los libros de textos obligatorios que usábamos. Las lecturas les parecían aburridas, y en cierta forma yo les daba la razón, porque regularmente se incluyen en estos libros, relatos que nada tienen que ver con sus propias experiencias, además que el lenguaje que usan, dista mucho de ser el que la población juvenil puede entender, y entonces la enseñanza y aprehensión del propio lenguaje, se convierte en un sufrimiento. 

En un momento epifánico, me recordé de una antología de cuentos cortos que Lucrecia Méndez de Penedo había preparado, y que se había publicado en el Ministerio de Cultura de Guatemala. El librito no era caro, pero sí para grupos de estudiantes que tienen que ganarse la vida desde muy pequeños, vendiendo artículos en las calles, ayudando a sus padres en la preparación y venta de comida o haciendo servicio de limpieza, que eran los empleos que conseguían los adolescentes pobres, cuya obligación económica era grande y pesada. 

A través de la bondad de Juan Fernando Cifuentes, que había publicado en el Ministerio el libro preparado por Lucrecia, adquirimos los volúmenes al módico precio de Q3.00. Los compramos en cada clase, y los colocábamos en la biblioteca cada día, donde la bibliotecaria nos los guardaba. 

La metamorfosis que el libro provocó en aquellos adolescentes de distintas edades, me deja pensar ahora, en el impacto que pueden tener algunas lecturas, cuando el profesor de literatura pierde el miedo, de darles a leer historias más cercanas a la realidad del lector o de la lectora. 

Con lentitud empezamos a leer, porque su falta de habilidad en la lectura era tanta, que se hacía cuesta arriba, cualquier intento. Poco a poco sufrieron cambios, de acuerdo a la edad y la madurez. Leíamos en clase, entre todos comentábamos las historias, que a todas luces eran fuertes. Yo lo sabía, pero por instinto y por experiencia, sabía que en algún momento, tendrían que reaccionar ante el nuevo discurso de varios guatemaltecos, donde encontraban historias a veces hasta increíbles, que los atraían como un imán y trataban por distintos medios de terminar de leerlas. 

A la distancia recuerdo los esfuerzos de lectura que tuvieron que hacer, pero su interés creció, cuando fueron mejorando sus habilidades, en contacto con los libros cada día. Y aunque sabían que los libros eran de ellos, no dudaban en dejarlos en la biblioteca, con temor a perderlos, que se los quitaran en la casa, o de olvidarlos en el sitio de trabajo. 

Los ejercicios que hicimos durante esos meses variaban, pero iban paulatinamente escribiendo comentarios personales, luego un poco más críticos, para terminar cambiando los finales de las historias, o los inicios, con lo cual podían digamos “intervenir” la historia, y hacerla distinta. 

Además realizaban ya comprobaciones de lectura, que era imposible cuando iniciamos el año. Hicimos un diccionario de jerga de la época, y pude finalmente comentarles sobre gramática, o aspectos gramaticales que les iban abriendo los ojos en su propia escritura. 

Quizá fuera octubre del mismo año, cuando hice un viaje corto de trabajo. Al volver y pedir los libros, los estudiantes del primer periodo me dijeron: ¿qué libros?, y mi sorpresa fue mayor, cuando me contaron que el subdirector los había mandado a quemar en medio del enorme patio, que en mi memoria, estaba cubierto por tierra. 

No pude ver mi propio rostro, pero sí podía ver las caras de los estudiantes, tristes y acongojados, tratando de darme ánimos ante la situación. Cuando me tocó ir a las otras clases donde usaba el libro, comprobé que habían quemado todos los libros. Habían hecho su “quema del diablo” en octubre, nos habían aplicado la inquisición postmoderna. 

Ahora a la distancia me doy cuenta de algo, pienso que el bien ya estaba hecho. Había logrado despertar en ellos el interés por la lectura, y por conocer valores que se transmiten a través de la literatura de sus propios congéneres. En ese libro habían temas escabrosos, no para el día de hoy, sino para aquel tiempo. Pero los estudiantes de aquella escuela media pública no vivían realidades menos sórdidas, además que aunque tuvieran entre 12 y 15 años, se trataba de estudiantes que tenían una madurez provocada por el trabajo asalariado mal pagado, ayudaba la dureza de sus propias existencias en medio de la pobreza, la violencia y el asedio de las bandas juveniles, denominadas “maras”, que asolaron a la población guatemalteca de la década del 90. 

Hoy en día, la escuela media, tanto pública como privada, se encuentra situada con niveles muy bajos en cuanto a las habilidades en la lectura y su comprensión, y cómo no, pienso, si las autoridades de un instituto público, aplicaron las mismas tácticas inquisitoriales, no sólo conmigo, sino faltándole el respeto a la propiedad privada, ya que con muchos esfuerzos, los estudiantes habían comprado los libros, y respetaban y querían su libro, porque les había costado, y porque lo habían leído, comentado, usado hasta la saciedad, con una profesora que sigue teniendo fe en que la lectura puede hacer cambios en los adolescentes, si se les permite leer con libertad, interpretar, y orientar, no importando que las historias sean parecidas a la vida real de sus lectores.

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